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De joven me sentía cómodo pasando desapercibido. Nunca tuve la pretensión de ser el mejor en nada ni la necesidad de destacar en ningún campo. Mi sentimiento sobre esto se resume muy bien en un fragmento de una entrevista que le hacen a Odin Dupeyron en un late night mejicano. Habla de la presión existente en la sociedad actual sobre ser feliz o ser el número uno, y en cierto momento él dice:

“Hay mucha obsesión con ser el número uno. Si yo soy un cuatro… que pasen los unos a partirse la madre. Yo estoy bien aquí con mi cuatro…”

¿Conformismo?¿Comodidad?¿Vagancia? Pues póngame un tercio de cada, oiga. Pero también hay una parte de ese rechazo al protagonismo. Algo que desapareció por completo hace casi 28 años de forma no buscada. Porque, quisiera o no, en aquel entonces llamaba la atención cuando salía con mis amigos. Es uno de los efectos secundarios de ir en silla de ruedas cuando eres joven.

Ese miedo o reticencia a destacar ya comenzó a esfumarse estando ingresado en el hospital. Al comenzar la rehabilitación me recomendaron calzar zapatillas altas y dos tallas superiores a la mía. Ya hablaré otro día del por qué de esas características. Lo que interesa hoy es que pedí que me compraran unas bambas rojas. Llevar un calzado llamativo me había resultado atractivo desde siempre pero nunca me había atrevido a vestir algo tan extremo. Aquel fue el momento en el que el miedo a destacar se esfumó.

Desde entonces siempre tengo un par de zapatos o deportivas llamativas para intentar desviar la atención de mis ruedas (¡JA!). Y también, desde hace años, el color rojo comenzó a formar parte del colorido de mi silla. Pero eso es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.

O no.

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