Los que tenemos una edad (o casi dos, si me apuras) recordamos exactamente dónde estábamos y qué hacíamos el once de septiembre de 2001 a eso de las tres de la tarde. Yo estaba en mi casa de Sant Quirze del Vallès a punto de comer. No estaba viendo las noticias porque recuerdo que me alertaron mis padres de lo que estaba ocurriendo.
21 años después ya no queda rastro de ese piso en el que vivía. Emocionalmente, quiero decir. Mi tiempo allí, visto en perspectiva, lo pasé en su mayor parte con el piloto automático puesto. Es triste decirlo pero sería peor no haberme dado cuenta o no reconocerlo.
Vivir ahora fuera de Cataluña y la fecha de ese atentado ha provocado que La Diada, para mí, haya dejado de tener el significado de antaño y eso sí que me pone un poco triste. El sentimiento de catalanidad se va diluyendo con el tiempo y mezclando con lo cántabro en general y pejino en particular.
Escribiendo esto recuerdo unas palabras que Luis Sánchez le confesaba a Fernando Baylet en una entrevista. «Laredo te fagocita», le dijo. Y es cierto. A mí me ha atrapado de una manera extraña. Echo de menos a mis amistades de Barcelona y alrededores y hablar catalán, los paseos por cualquier rincón de Barcelona sabiendo que es muy improbable que te encuentres con alguien que conoces… incluso diría que allí me sentía más cómodo que aquí a pesar de la vida anodina que llevaba. Pero no quiero moverme de Laredo a pesar de saber que nunca voy a pertenecer a este sitio. Quizá sea por lo que una vez me dijeron: «Acuérdate de lo que te digo: aquí, a los de fuera, nunca se nos va a considerar como laredanos».
Y, a pesar de eso, el Berlín de Coque Maya me huele a Laredo.